lunes, junio 25, 2007

Hoy hablamos de Heathcliff

Cumbres Borrascosas es una de mis novelas favoritas, aunque la muerte de Heathcliff nunca me ha quedado muy clara, y me da la impresión de que la autora salió por los cerros de Úbeda para matarlo y terminar con un "Happy end", aunque a lo mejor me equivoco y es una de las mejores muertes de la literatura universal. En fin, es una lectura obligada para "ol de pipol", sea varón, mujer, mozo o no tan mozo, merece la pena conocer a Mr. Heathcliff, un personaje que, a pesar de su malignas entrañas, uno espera sorprender sonriendo o trata de atisbar en su negro corazón una mijita de ternura. No lo conseguimos, pero Heathcliff nos resulta un villano entrañable, al que se le perdona todo, porque "amó mucho".
Y la Brönte nos lo pinta renegrido como un deshollinador, pero uno, o mejor dicho, una, se lo imagina terriblemente atractivo, como le pasó a la pobre ilusa de Isabella Linton. También, cuando es un tierno infante, nos provoca una lástima infinita, y a pesar de sus trapacerías de adulto, nunca nos olvidamos de que es lo que le han hecho ser.
Heathcliff es misterioso, malvado, oscuro, impenetrable, masculino, arrogante, mandón, irascible, violento y apasionado como pocos personajes. Es un mérito que hay que reconocerle a Emily Brönte, que apenas salió de su entorno, ser capaz de pintarnos a semejante diablo, que además conocemos prácticamente por boca de Ellen Dean, la criada y narradora de la mayor parte de la historia, y por la que Heathcliff parece en ocasiones sentir algún aprecio.
Desde luego, por muchas películas que se hagan, y por muchos grandes actores que lo hayan encarnado, como el del libro no hay ninguno, se lo recomiendo encarecidamente.

jueves, junio 21, 2007

martes, junio 12, 2007

LA SIESTA

A esta hora, no hay nadie en la calle; hasta los gatos han buscado algún rincón fresco en los pasillos de las casas, y allí dormitan, estirados sobre las losas frescas. El único ruido que se escucha es el abejorreo de una mosca que sobrevuela los geranios del patio. Los dos niños están despiertos, pero vencidos por el calor, permanecen tumbados sobre la colcha, sin apenas moverse, y susurran muy quedo, de una cama a otra, para que la abuela no se levante a reñirles y los quede sin merienda. Saben, además, que el abuelo no quiere que lo molesten, después de pasarse todo el día segando. Poco a poco, se cansan y van cayendo en la modorra. Entre las rendijas de la persiana, se cuelan los rayos del sol, jaspeados de polvo. Una pequeña mosca entra y sale de las líneas de luz trazando extraños recorridos. Los niños la miran, como hipnotizados,antes de que se les cierren los ojos de calor y cansancio.
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Bajo el techado de cañizo seco, la mujer se duerme enseguida en la sombra, cansada del trabajo. Mientras, el hombre sigue segando un poco más. Se para y se seca la frente con un pañuelo apelmazado ya de sudor. Levanta la vista hacia el botijo, que mantiene en el cañizo. Pero se olvida del agua fresca cuando ve el pelo extendido, en ondas de color ámbar; la mujer se ha soltado el pañuelo para dormir, y el pelo rebelde se le extiende libre como una fuente. El hombre se acerca al cañizo despacio, para mirarla; le parece que ella está muy lejos, lejos del trabajo, del calor y de su mirada. Se agacha y extiende los dedos hacia el pelo, pero no se atreve a tocar. Si la despierta, estropearía la magia. Agachado junto a ella, la mira con una mezcla de deseo y angustia. Finalmente, se acerca al agua, bebe y se da la vuelta para seguir trabajando.

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Mientras duermes, me siento a mirar el mar. La marea está baja, como si el mar se retirara a la misma hora que los bañistas vuelven a sus hoteles y a sus apartamentos. El susurro del mar es mínimo; los sonidos han dejado paso a los olores; sólo el cacharreo lejano de los camareros fregando en un chiringuito me distrae un momento, luego cierro los oídos y abro mis fosas nasales para acumular en mi memoria el instante. El suave olor a coco de tu bronceador, el viento que infla y desinfla la sombrilla viene cargado del aroma de África, el pequeño olor húmedo de tu bañador. Abro los ojos y veo el mar como telón de fondo, y sobre él sitúo la sagrada hora solar de la siesta, el ligero vello rubio de tus brazos que agita el aire, tu cara oculta por tus mechones mojados y desteñidos por el sol y tu sonrisa de sosiego. Siesta y mar. Silencio.