lunes, noviembre 26, 2007

Mañana es mi cumple (37 añitos de nada)

Y como mañana trabajo mañana y tarde, igual no tengo tiempo de entrar aquí. En fin, os quería enseñar el regalo que me ha hecho Grego, ¡tenía unas ganas! Al fin lo tengo, y ya lo he usado, no podía esperar más. La verdad es que escribir con pluma es uno de mis pequeños placeres, aunque os parezca una chorrada, pero es que yo soy así de antigua; esta mañana me ha recordado mi madre que a partir de mañana me quedan tres años para hacer cuarenta, qué bien. Aunque los cuarenta de ahora no son los cuarenta de nuestras madres. Bueno, me dejo de rollos y os enseño mi regalito:

lunes, noviembre 05, 2007

Fin de semana en Lisboa. Viernes.

Fue dicho y hecho. El miércoles, Grego me despertó con el encargo de que fuera a la agencia de viajes a buscar algún sitio para el fin de semana, y lo encontré en Lisboa. Nos pareció un buen sitio, porque habíamos pasado por allí cuando fuimos a Sintra, pero al volver se nos hizo tarde y no entramos, así que vi la oportunidad de conocerla, y allá que nos fuimos el viernes.

La verdad es que el hotel era de lujo, estaba en pleno centro y tenía cinco estrellitas del firmamento para él, aunque el precio no me pareció demasiado caro (para un fin de semana, si llegamos a estar más tiempo, obvio que hubiera cogido la Pensâo Dona Manolinha), pero como soy muy chufletera, pues me cogí el Sheraton, que es muy feo por fuera, pero por dentro es la canha de Espanha.

Después de comer nos fuimos a buscar el Castelo de Sâo Jorge, y con una guía Michelin del 90 que nos dejó mi madre (no nos dio tiempo a comprar otra) nos fuimos apañando. Llegamos a Marqués de Pombal, bajamos por la avenida da Liberdade, donde están las tiendas pijas, hasta la Plaza de Restauradores, la de Rossio y la de Figueira, que están una al lado de la otra. Este paseo es muy bonito, la suerte fue que tuvimos muy buen tiempo y Lisboa muestra su mejor cara: aparece como una ciudad limpia, alegre y llena de gente (los portugueses son, junto con los vascos, la gente más amable que conozco, son encantadores).

En Figueira cogimos un tranvía, de los viejos, que tienen más encanto, hasta el castillo. Y una curiosidad: la gente se agarra por fuera a los tranvías, incluso por calles estrechitas, para ir de un sitio a otro, en trayectos cortos con cuestas. El conductor los ve, pero no les dice nada.

Antes de llegar al castillo, justo al lado de la parada del tranvía está el mirador de santa Lucía, con una vista preciosa del Mar de la Paja.
El castillo cierra a las seis de la tarde, pero a nosotros nos dio tiempo de subir y bajar, trastear, hacer fotos, investigar y relajarnos un poquito. Es precioso, y hay que verlo obligatoriamente. Aquí tenéis fotillos (la mayoría en sepia, como de costumbre):


Después del castillo bajamos, otra vez en tranvía, a Figueira y nos dimos un paseíto por la Rua Augusta, que es peatonal y está llena de tiendas. Es como la calle santa Eulalia, pero tres veces más grande. Por cierto, que la Avenida da Liberdade le da, con todos mis respetos, papas con honda al Faubourg Saint Honoré de París, ya quisiera el Faubourg ser una calle tan amplia con arbolitos y un paseo central. Mientras paseábamos tranquilamente comiéndonos unos pasteis de natas que compramos en A Brasileira, una pastelería de ésas con solera, a Grego le empezaron a ofrecer un surtido completo de droga: maría, chocolate, farlopa, a elegir. Y no fue la única vez, le ofrecieron droga varias veces más, cada vez que pasábamos por la Rua Augusta. Empezó a preguntarse si en verdad tenía pinta de drogata, para que se le acercaran los camellos (por cierto, chicos jóvenes bien presentados) a ofrecerle sus mercancías. Y lo mejor de todo es que la policía patrulla constantemente esa calle.
De allí desembocamos por un gran arco en la plaza más bonita de Lisboa, la plaza del Comercio, más conocida como Terreiro do PaÇo, o Terraza del palacio, casi a la orilla del Tajo.

Y después de estar sentaditos allí un rato, como ya era de noche, y al día siguiente íbamos a tener una dura jornada de pateo, nos fuimos andandito al hotel, previa cena a mitad de camino. Menos mal que la cama del hotel, además de grandísima tenía almohadas de plumas, así que dormimos como bebés, aunque la pierna derecha empezó a cantarme por peteneras por la mañana temprano. Si es que tengo que aprender a andar bien, que cargo todo el peso sobre la pierna derecha y luego me resiento. En fin, próximamente, el día gordo de Lisboa.