A partir de este día, empezamos a levantarnos a las siete de la mañana, de tal modo que a las ocho estuviéramos ya en ruta. Nos metíamos entre pecho y espalda un desayuno bien fuerte (por si no encontrábamos comida a buen precio a mediodía, cosa que, afortunadamente, no sucedió), y ¡hala! a patear por París.
He de decir que me gustó muchísimo la pintura, como siempre, pero también vimos arte etrusco, griego, romano, egipcio (muy interesante) y lo que más me impactó, quizá porque nunca había visto nada al natural, fue Mesopotamia, que es grandioso. A mí me iban dando soponcios cada vez que entraba en una sala nueva. Parecía como si hubiera entrado en uno de mis viejos y queridos libros de arte y de historia y me iba reencontrando con las láminas que habían poblado de fantasías mis años de bachillera. (Para mí la historia y la historia del arte no eran más que un maravilloso cuento de hadas que duraba nueve meses: la felicidad suprema). Me acordaba un montón de mi hermana Guacamole, de los pateos de emoción con que nos hubiera obsequiado al ver los toros alados del palacio de Khorsabad y la Gioconda burlándose de todos los turistas que intentábamos sacar su mejor lado. Por supuesto, Grego iba flipando también y sacando fotos a troche y moche (a mí me falló la batería de la cámara, grrrrrr). A él le tiraba más lo egipcio, pero ya digo que Mesopotamia es para mí un imán, y aunque sé muy poco y confundo a los acadios con los sumerios y los amorritas, siempre me ha atraído misteriosamente.
Bien, comicheamos en el mismo Louvre algunos sandwiches y sobre las cinco de la tarde salimos de allí. No sabía yo que una vez sales del Louvre te encuentras con los jardines de las Tullerías, así que fue una agradable sorpresa. Allí pudimos disfrutar de los dos grandes deportes nacionales (y ninguno es la petanca): hacer navegar maquetas de barquitos de vela por el estanque mediante una especie de bastón y el segundo, que me hechizó: sentarse en una silla de hierro (las pueden encontrar ustedes en cantidad diseminadas por cualquier parque) al borde de una fuente o estanque a mirar el agua.
Siguiendo en línea recta, se encuentra la plaza de la Concordia y su impresionante obelisco que luce ahora, cual boli Bic, un capuchón, eso sí, de oro, nos dijeron los lugareños.
Más allá, y siempre todo recto están los Campos Elíseos. Estaban atestados de gente y son larguíiiiisimos, y un poco cuesta arriba. Allí nos metimos en la tienda Adidas y me merqué una camiseta llena de cintas para tirar arriba y abajo de las mangas y del costado, parezco una especie de estor con ella puesta y si tiro mucho, me quedan cintajos colgando por todos lados, pero ya me apañaré y le cogeré el truco. Hay que decir que la ropa en París no es demasiado cara, siempre que no te acerques a las grandes firmas de haute couture, claro está. Como mucho, los precios suben al nivel del Corte Inglés, o sea, que no es tanto como yo pensaba. Eso sí, no osen comprar joyas (de cualquier joyería) ni zapatos (de cualquier zapatería): arruinarán su maltrecha economía con una clavada que lo llevará a pasar el resto de sus vacances en París tocando la bandurria en el metro.Al fin, jadeantes como perrillos, llegamos a la meta, el arco de Triunfo. Muy bonito, sí, y más grande de lo que yo pensaba. A pesar de lo que habíamos andado en el Louvre, y como Aida nos lo había recomendado, pagamos para subir arriba. Ahí fue cuando descubrimos que París es la ciudad de las escaleras (de caracol en su mayoría) no mecánicas. Eran como unos 300 ó 400 escalones, pero como podías ver lo que te quedaba mientras subías y eran las primeras escaleras que probamos (pobres inocentes...) subimos con alegría, sudores y resoplidos varios. Cuando llegamos a la terraza, lo primero que Grego vio fue, a lo lejos un enorme edificio blanco lleno de cúpulas. "¿Qué es eso tan bonito?", me dijo. "Es el Sacré Coeur, de Montmartre". "Lo tendrás apuntado para visitarlo, ¿no?", me dijo. "¡Hombre! Eso ni se pregunta. Nos toca pasado mañana". Lamento decir que no tengo fotos de la basílica desde el Arco de Triunfo, ni le harían justicia, pero fue como una visión. Bueno, recomiendo subir al Arco para ver París desde arribota, como primera toma de contacto y para situarse más o menos. NO paguen por mirar en los tomavistas, son muy caros, mejor llévense un catalejo de casa. Rodeando la terraza del Arco, vimos la Torre Eiffel, Notre Dame y la Défense. Aquello no nos gustó ni un pelo: Allí a lo lejos en la Défense, justo en línea recta, se estaba formando una negra tormenta. Tras haber recuperado brevemente el resuello, Grego dijo: "Mejor nos vamos". Justo cuando bajamos y descubrimos que en el Arco se commemoran también las batallas de Gebora (sic) y Badajoz, iba a empezar un homenaje a la llamita del soldado desconocido. Qué curioso, ver a los veteranos e inválidos de guerra, con los enormes mostachos, las boinas y las condecoraciones colgadas de sus chaquetas. Pero sus gozos en un pozo, justo en ese momento estalló la tormenta y nos cayó una tromba de agua descomunal. Todos, turistas y veteranos nos cobijamos malamente en el arco hasta que la lluvia tuvo a bien disminuir una mijina. A mí me tocó emparedarme entre Grego y un gendarme que me clavó en el costado la funda de la pistola. Como piojos entre costuras. En cuanto amainó corrimos a la boca de metro más cercana y nos fuimos hasta la Torre Eiffel.
Tormenta bajo el Arco
Por cierto, lo mejor es cuando anochece y se ilumina. Y a las diez, empiezan a titilar miles de bombillitas por toda la torre durante diez o quince minutos y hace muy bonito.
Cuando nos cansamos de la torre (es un decir), nos fuimos paseando por los puentes y muelles del Sena. No nos montamos en bâteau-mouche porque no nos dio la gana. Y así hasta el puente de Alejandro III, que es el que más me gustó y el más bonito. Ahí Grego había prometido besuquearme, pero como comprenderán, no hay testimonios gráficos del evento, porque estaba oscuro, jejejeje.
Lo malo fue que no encontramos una boca de metro ni de coña, ya saben, pardilleces del primer día, y acabamos en una estación del RER, el cercanías, donde un señor amablemente nos indicó (¡en francés, y yo lo entendía!) que teníamos que atravesar el puente de Alma, de triste recuerdo, (la gente se para, mira y hace fotos al túnel de Alma...) y al otro lado estaba la boca de metro. Total, que entre las andanzas y el despiste, llegamos al hotel a las once y media de la noche, reventaditos perdidos, medio invalides. Fin del segundo día.