martes, junio 12, 2007

LA SIESTA

A esta hora, no hay nadie en la calle; hasta los gatos han buscado algún rincón fresco en los pasillos de las casas, y allí dormitan, estirados sobre las losas frescas. El único ruido que se escucha es el abejorreo de una mosca que sobrevuela los geranios del patio. Los dos niños están despiertos, pero vencidos por el calor, permanecen tumbados sobre la colcha, sin apenas moverse, y susurran muy quedo, de una cama a otra, para que la abuela no se levante a reñirles y los quede sin merienda. Saben, además, que el abuelo no quiere que lo molesten, después de pasarse todo el día segando. Poco a poco, se cansan y van cayendo en la modorra. Entre las rendijas de la persiana, se cuelan los rayos del sol, jaspeados de polvo. Una pequeña mosca entra y sale de las líneas de luz trazando extraños recorridos. Los niños la miran, como hipnotizados,antes de que se les cierren los ojos de calor y cansancio.
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Bajo el techado de cañizo seco, la mujer se duerme enseguida en la sombra, cansada del trabajo. Mientras, el hombre sigue segando un poco más. Se para y se seca la frente con un pañuelo apelmazado ya de sudor. Levanta la vista hacia el botijo, que mantiene en el cañizo. Pero se olvida del agua fresca cuando ve el pelo extendido, en ondas de color ámbar; la mujer se ha soltado el pañuelo para dormir, y el pelo rebelde se le extiende libre como una fuente. El hombre se acerca al cañizo despacio, para mirarla; le parece que ella está muy lejos, lejos del trabajo, del calor y de su mirada. Se agacha y extiende los dedos hacia el pelo, pero no se atreve a tocar. Si la despierta, estropearía la magia. Agachado junto a ella, la mira con una mezcla de deseo y angustia. Finalmente, se acerca al agua, bebe y se da la vuelta para seguir trabajando.

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Mientras duermes, me siento a mirar el mar. La marea está baja, como si el mar se retirara a la misma hora que los bañistas vuelven a sus hoteles y a sus apartamentos. El susurro del mar es mínimo; los sonidos han dejado paso a los olores; sólo el cacharreo lejano de los camareros fregando en un chiringuito me distrae un momento, luego cierro los oídos y abro mis fosas nasales para acumular en mi memoria el instante. El suave olor a coco de tu bronceador, el viento que infla y desinfla la sombrilla viene cargado del aroma de África, el pequeño olor húmedo de tu bañador. Abro los ojos y veo el mar como telón de fondo, y sobre él sitúo la sagrada hora solar de la siesta, el ligero vello rubio de tus brazos que agita el aire, tu cara oculta por tus mechones mojados y desteñidos por el sol y tu sonrisa de sosiego. Siesta y mar. Silencio.


5 comentarios :

Anónimo dijo...

le pongo un diez a la profesora. Además en el primero, uno de esos niños era yo.

Evla dijo...

Y yo, el otro, pero peor. Anda que no se ha levantado veces mi madre a echarme la bronca...

Evla dijo...

No sé, me da la impresión de que de pequeños odiamos la siesta, pero de mayores, nos pirramos por ella, ¿no? Y eso que yo procuro no dormirla, y menos ahora, con el insomnio que tengo.
De todos modos, la hora de la siesta es mi hora fetiche, me gusta mucho, hay mucho silencio y la luz me encanta. Es mi hora favorita, aunque no la duerma.

Anónimo dijo...

De pequeño me encanataba la siesta (lo mío viene de lejos), de hecho recuerdo como me tumbaba ancá mi abuela en el suelo con una manta, después de comer, y a veces me perdía el coche fantástico de la sobada que me pegaba... qué cabreo cogía!

Ahora, a veces me duermo esas siestas de veranos que te levantas como si te hubieran dado una paliza, con la baba pegada a la comisura de los labios y sin saber la hora ni el día.

Evla dijo...

Manuel, me acabo de echar una de esas siestas de cemento. No sabía ni quién era yo cuando me he despertado.